sábado, 11 de mayo de 2013

LA ARQUITECTURA SEGÚN LORCA (II)



Os dejo la continuación de la conferencia de Federico García Lorca en 1922 sobre la 'Arquitectura del cante jondo'.


(...) En España, el cante jondo ha ejercido indudable influencia en todos los músicos, de la que llamo yo «grande cuerda española», es decir desde Albéniz hasta Falla, pasando por Granados. Ya Felipe Pedrell había empleado cantos populares en su magnífica ópera La Celestina (no representada en España, para vergüenza nuestra) y señaló nuestra actual orientación, pero el acierto genial lo tuvo Isaac Albéniz empleando en su obra los fondos líricos del canto andaluz. Años más tarde, Manuel de Falla llena su música de nuestros motivos puros y bellos en su lejana forma espectral. La novísima generación de músicos españoles, como Adolfo Salazar, Roberto Gerhard, Federico Mompou y nuestro Ángel Barrios, entusiastas propagadores del proyectado concurso, dirigen actualmente sus espejuelos iluminadores hacia la fuente pura y renovadora del cante jondo y los deliciosos cantos granadinos, que podían llamarse castellanos, andaluces. 
Vean ustedes, señores, la trascendencia que tiene el cante jondo y qué acierto tan grande el que tuvo nuestro pueblo al llamarlo así. Es hondo, verdaderamente hondo, más que todos los pozos y todos los mares que rodean el mundo, mucho más hondo que el corazón actual que lo crea y la voz que lo canta, porque es casi infinito. Viene de razas lejanas, atravesando el cementerio de los años y las frondas de los vientos marchitos. Viene del primer llanto y el primer beso. 

Una de las maravillas del cante jondo, aparte de la esencial melódica, consiste en los poemas. 
Todos los poetas que actualmente nos ocupamos, en más o menos escala, en la poda y cuidado del demasiado frondoso árbol lírico que nos dejaron los románticos y los postrománticos, quedamos asombrados ante dichos versos. 
Las más infinitas gradaciones del Dolor y la Pena, puestas al servicio de la expresión más pura y exacta, laten en los tercetos y cuartetos de la siguiriya y sus derivados. 
No hay nada, absolutamente nada, igual en toda España, ni en estilización, ni en ambiente, ni en justeza emocional. 
Las metáforas que pueblan nuestro cancionero andaluz están casi siempre dentro de su órbita; no hay desproporción entre los miembros espirituales de los versos y consiguen adueñarse de nuestro corazón, de una manera definitiva. 
Causa extrañeza y maravilla, cómo el anónimo poeta de pueblo extracta en tres o cuatro versos toda la rara complejidad de los más altos momentos sentimentales en la vida del hombre. Hay coplas en que el temblor lírico llega a un punto donde no pueden llegar sino contadísimos poetas. 

Cerco tiene la luna,
 mi amor ha muerto. 

En estos dos versos populares hay mucho más misterio que en todos los dramas de Maeterlink, misterio sencillo y real, misterio limpio y sano, sin bosques sombríos ni barcos sin timón, el enigma siempre vivo de la muerte. 

Cerco tiene la luna, 
mi amor ha muerto. 

Ya vengan del corazón de la sierra, ya vengan del naranjal sevillano o de las armoniosas costas mediterráneas, las coplas tienen un fondo común: el Amor y la Muerte..., pero un Amor y una Muerte vistos a través de la Sibyla, ese personaje tan oriental, verdadera esfinge de Andalucía. 
En el fondo de todos los poemas late la pregunta, pero la terrible pregunta que no tiene contestación. Nuestro pueblo pone los brazos en cruz mirando a las estrellas y esperará inútilmente la seña salvadora. Es un gesto patético, pero verdadero. El poema o plantea un hondo problema emocional, sin realidad posible, o lo resuelve con la Muerte, que es la pregunta de las preguntas. 
La mayor parte de los poemas de nuestra región (exceptuando muchos nacidos en Sevilla) tienen las características antes citadas. Somos un pueblo triste, un pueblo extático. 
Como Ivan Turgueneff vio a sus paisanos, sangre y médula rusas convertidos en esfinge, así veo yo a muchísimos poemas de nuestra lírica regional. 

¡Oh esfinge de las Andalucías! 
A mi puerta has de llamar, 
no te he de salir a abrir 
y me has de sentir llorar. 

Se esconden los versos detrás del velo impenetrable y se duermen en espera del Edipo que vendrá a descifrarlos para despertar y volver al silencio... 
Una de las características más notables de los textos del cante jondo consiste en la ausencia casi absoluta del «medio tono». 
Tanto en los cantos de Asturias como en los castellanos, catalanes, vascos y gallegos se nota un cierto equilibrio de sentimientos y una ponderación lírica que se presta a expresar humildes estados de ánimo y sentimientos ingenuos, de los que puede decirse que carece casi por completo el andaluz. 
Los andaluces rara vez nos damos cuenta del «medio tono». El andaluz o grita a las estrellas o besa el polvo rojizo de sus caminos. El medio tono no existe para él. Se lo pasa durmiendo. Y cuando por rara excepción lo usa dice: 

A mí se me importa poco 
que un pájaro en la «alamea» 
se pase de un árbol a otro. 

Aunque en este cantar, por su sentimiento aun cuando no por su arquitectura, yo noto una acusada filiación asturiana. Es, pues, el patetismo la característica más fuerte de nuestro cante jondo. 
Por eso, mientras que muchos cantos de nuestra península tienen la facultad de evocarnos los paisajes donde se canta, el cante jondo canta como un ruiseñor sin ojos, canta ciego, y por eso tanto sus textos pasionales como sus melodías antiquísimas tienen su mejor escenario en la noche... en la noche azul de nuestro campo. 
Pero esta facultad de evocación plástica que tienen muchos cantos populares españoles les quita la intimidad y la hondura de que está henchido el cante jondo. 

Hay un canto (entre los mil) en la lírica musical asturiana que es el caso típico de evocación. 

Ay de mí, perdí el camino; 
en esta triste montaña, 
ay de mí, perdí el camino; 
déxame meté l'rebañu 
por Dios en la to cabaña. 
Entre la espesa flubina, 
¡ay de mí, perdí el camino!; 
déxame pasar la noche 
en la cabaña contigo. 
Perdí el camino 
entre la niebla del monte, 
¡ay de mí, perdí el camino!

Es tan maravillosa la evocación de la montaña, con pinares movidos por el viento, es tan exacta la sensación real del camino que sube a las cumbres donde la nieve sueña, es tan verdadera la visión de la niebla, que asciende de los abismos confundiendo a las rocas humedecidas en infinitos tonos de gris, que llega uno a olvidarse del «probe pastor» que como un niño pide albergue a la desconocida pastora del poema. «Llega uno a olvidarse de lo esencial en el poema.» La melodía de este canto ayuda extraordinariamente a la evocación plástica con un ritmo monótono verde-gris de paisaje con nieblas. 
En cambio el cante jondo canta siempre en la noche. No tiene ni mañana ni tarde, ni montañas ni llanos. No tiene más que la noche, una noche ancha y profundamente estrellada. Y le sobra todo lo demás. 
Es un canto sin paisaje y, por lo tanto, concentrado en sí mismo y terrible en medio de la sombra, lanza sus flechas de oro que se clavan en nuestro corazón. En medio de la sombra es como un formidable arquero azul cuya aljaba no se agota jamás. 
Las preguntas que todos hacen de ¿quién hizo esos poemas?, ¿qué poeta anónimo los lanza en el escenario rudo del pueblo?, esto realmente no tiene respuesta. 
Jeanroy, en su libro Orígenes de la lírica popular en Francia, escribe: «El arte popular no sólo es la creación impersonal, vaga e inconsciente, sino la creación "personal" que el pueblo recoge por adaptarse a su sensibilidad.» Jeanroy tiene en parte razón, pero basta tener una poca sensibilidad para advertir dónde está la creación culta, aunque ésta tenga todo el color salvaje que se quiera. 
Nuestro pueblo canta coplas de Melchor del Palau, de Salvador Rueda, de Ventura Ruiz Aguilera, de Manuel Machado y de otros, pero ¡qué diferencia tan notable entre los versos de estos poetas y los que el pueblo crea! ¡La diferenca que hay entre una rosa de papel y otra natural!
Los poetas que hacen cantares populares enturbian las claras linfas del verdadero corazón; y ¡cómo se nota en las coplas el ritmo seguro y feo del hombre que sabe gramáticas! Se debe tomar del pueblo nada más que sus últimas esencias y algún que otro trino colorista, pero nunca querer imitar fielmente sus modulaciones inefables, porque no hacemos otra cosa que enturbiarlas. Sencillamente por educación. 
Los verdaderos poemas del cante jondo no son de nadie, están flotando en el viento como vilanos de oro y cada generación los viste de un color distinto, para abandonarlos a las futuras. 
Los verdaderos poemas del cante jondo están en sustancia, sobre una veleta ideal que cambia de dirección con el aire del Tiempo.



Nacen porque sí, son un árbol más en el paisaje, una fuente más en la alameda. 
La mujer, corazón del mundo y poseedora inmortal de la «rosa, la lira y la ciencia armoniosa», llena los ámbitos sin fin de los poemas. La mujer en el cante jondo se llama Pena... 
Es admirable cómo a través de las construcciones líricas un sentimiento va tomando forma y cómo llega a concrecionarse en una cosa casi material. Este es el caso de la Pena. 
En las coplas la Pena se hace carne, toma forma humana y se acusa con una línea definida. Es una mujer morena que quiere cazar pájaros con redes de viento. 
Todos los poemas del cante jondo son de un magnífico panteísmo, consultan al aire, a la tierra, al mar, a la luna, a cosas tan sencillas como el romero, la violeta y el pájaro. Todos los objetos exteriores toman una aguda personalidad y llegan a plasmarse hasta tomar parte activa en la acción lírica.

En mitá der «má» 
había una piedra 
y se sentaba mi compañerita 
a contarle sus penas. 

Tan solamente a la Tierra 
le cuento lo que me pasa, 
porque en el mundo no encuentro 
persona e mi confianza. 

Todas las mañanas voy 
a preguntarle al romero 
si el mal de amor tiene cura, 
porque yo me estoy muriendo. 

El andaluz, con un profundo sentido espiritual, entrega a la naturaleza todo su tesoro íntimo con la completa seguridad de que será escuchado. Pero lo que en los poemas del cante jondo se acusa como admirable realidad poética es la extraña materialización del viento, que han conseguido muchas coplas. 
El viento es personaje que sale en los últimos momentos sentimentales, aparece como un gigante preocupado de derribar estrellas y disparar nebulosas, pero en ningún poema popular he visto que 
hable y consuele como en los nuestros. 

Subí a la muralla; 
me respondió el viento 
¿para qué tantos suspiritos 
si ya no hay remedio?

El aire lloró 
al ver las «duquitas» tan grandes 
e mi corazón. 

Yo me enamoré del aire, 
del aire de una mujer, 
como la mujer es aire, 
en el aire me quedé. 

Tengo celos del aire, 
que da en tu cara, 
si el aire fuera hombre 
yo lo matara. 

Yo no le temo a remar, 
que yo remar remaría, 
yo sólo temo al viento 
que sale de tu bahía. 

Es esta una particularidad deliciosa de los poemas; poemas enredados en la hélice inmóvil de la
rosa de los vientos.


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