viernes, 28 de agosto de 2020

CARNE Y HUESO. EVA LA YERBABUENA. GENERALIFE. 2020

 Una de las mayores virtudes que podemos vislumbrar en el recorrido de un artista y de su obra es la evolución o la involución que reflejan sus obras. No en vano, la construcción de nuevos conceptos y por ende, la deconstrucción forman parte del camino y la madurez de quien vive de la inquietud y la necesidad de crear para avanzar.

Este es el caso de la bailaora granadina Eva la Yerbabuena. Sus propuestas afrontan el conceptualismo ecléctico de su personalidad. Podemos conocer su vida a través de su obra. Y 'Carne y hueso' que así se llama el espectáculo que presentó estos días en el Generalife, en el marco del ciclo 'Lorca y Granada', es un reflejo del momento profesional por el que pasa.

La obra en sí es un misterio adornado por las formas dancísticas y expresivas de la protagonista que, sin querer evidenciar lo evidente, nos regala una muestra de lo que podemos definir como danza flamenca del siglo XXI.

La solidez de sus movimientos, su manejo del espacio en la caja escénica del Generalife, de dimensiones estratosféricas, hace que lo llene con su menudo pero a la vez enorme figura. 

Esta obra es un guiño, por otro lado, a la fantasía, al movimiento, a la libertad de expresión corporal. Si no, que se lo digan al primer protagonista masculino, Fernando Jiménez, que emuló al insigne Charles Chaplin versión flamenca. Con bombín y nariz de clow fue capaz de aflamencar al extremo al humorista bajo el mantra musical de las bulerías bambineras (Payaso) en la voz de Alfredo Tejada, que estuvo de sobresaliente toda la noche. 

Eva, de traje oscuro, reveló parte de sus secretos a través del braceo infinito, de la superposición de su cuerpo con el suyo propio, un juego imaginario consigo misma, marcado por el concepto estético y por el santo y seña de su baile: la soleá. El único argumento utilizado fue el de bailarle al cante, sin aderezos, sin aditivos. La guitarra de Paco Jarana, que dirigió la parte musical fue soberbia. En la retaguardia, pero evidenciando la complejidad de tocarle al baile, sin apartarse del mandato protagonista que supone la danza. Cabe preguntarse si el baile de Eva sería igual sin la guitarra de Paco. Sospecho que no. Un tándem perfecto. 

Las transiciones vinieron de la mano de los cantaores y de los bailaores. Los primeros afrontaron con solvencia una tanda de fandangos abandolaos, malagueñas que se decían antaño, en tiempos de Juan Breva, que sonaron en las voces de Antonio Gómez 'Turry', Alfredo Tejada y Miguel Ortega que arrancó con el zángano pontano y se cerró la tanda con los ecos de Frasquito Yerbabuena acompañados con milimétrico compás por Antonio Coronel  y Rafael Heredia. 

El cuerpo de baile lo conformaron Mariano Bernal, Ángel Fariña, Fernando Jiménez y Cristian Lozano. Cumplieron con su cometido si bien por momentos hubo falta de conexión en los movimientos grupales. 

Sin firmar un documento, sin romperse el amor de tanto usarlo, que cantó Tejada, Eva se convirtió en virtuosa timidez, de nuevo, bailando el cante. De seguido, la petenera, trágica, evocadora de femme fatal y Eva intuyendo aquella vida loca que cuentan que vivió a través de su figura. No cabe más jondura en su aparente frágil cuerpo. 

Tras la caña, el cierre lo puso Eva por alegrías. Gracejo y espontaneidad, brotes de gaditanía salinera en sus pies, en los movimientos de su traje que esculpió toda la gracia que se puede inyectar a este cante. Y por bulerías de Cádiz, como remate adecuado, propició una larga ovación del público que supo valorar la evolución, la creatividad y la personalidad de la capitana del baile flamenco del siglo XXI.  

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